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domingo, mayo 5, 2024

Desde el pico de la montaña

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En un texto que borra los límites entre la crítica literaria y la narración, el escritor argentino Derian Passaglia se refiere a Cristal de Roca, uno de los relatos más conocidos del escritos austríaco Adalbert Stifter.

***

La casa de los abuelos de Konrad y Sanna queda en el pueblo vecino cruzando la montaña. La madre, de posición económica más elevada que el padre, había nacido en Millsdorf, que tiene varias industrias y es próspera. El abuelo de Konrad y Sanna es un rico tintorero de Millsdorf, que al principio no está convencido de un simple zapatero de Gschaid para esposo de su hija. Pero el zapatero toma nota, y empieza a ganarse una fama en el pueblo a fuerza de dejar la vida ociosa para dedicarse por entero a su oficio. Así se ganaría el respeto de aquel tintorero engreído y podría consumar el amor y el deseo con su hija.

Se pasea por el pueblo ofreciendo un premio a quien hiciera mejores zapatos que él, entrena de forma espartana a sus obreros y hasta se larga a fabricar botas de montaña. Pronto el valle entero está hablando de él. Esto declara el zapatero, seguramente en alguna taberna, inspirado por las visiones de varias pintas de cerveza producidas con agua de la montaña:

-No han sabido en su vida cómo debe hacerse una bota en la que los clavos estén bien puestos en la suela y que tenga el hierro suficiente para que el calzado sea duro por fuera y no haya piedrita, por aguda que sea, que pueda sentirse, y que por dentro, sin embargo, sea blanda y se adopte al pie con la suavidad de un guante.

El tintorero de Millsdorf lo piensa mejor, y se da cuenta de que el zapatero de Gschaid, a pesar de su condición socioeconómica, es un hombre de verdad. Su hija sería feliz al lado de un hombre que desea progresar.

Konrad y Sanna visitan con frecuencia a sus abuelos. Como su madre, son considerados extraños en Gschaid. La abuela ya no tiene la energía ni la edad como para cruzar al pueblo vecino, ni siquiera en carro, así que ahora que los chicos están más grandes pueden ir ellos mismos a Millsdorf en busca de regalos y comida rica. En Gschaid se acostumbran las largas caminatas, y Konrad se había convertido en un chico despierto y fuerte, capaz de servir de guía a su hermana. Dos niños atraviesan un bosque para llegar a casa de su abuelita. El argumento suena ligeramente conocido, tradicional como los valores y las costumbres de las gentes de la comarca. El camino que debe cruzar Caperucita para llegar a casa de la abuela está supuesto en el cuento, se lo da por sabido. Cruzar una montaña tiene otras dificultades, una disposición para la cual el espíritu debe encontrar una fuerza mayor. ¿Cuántas veces en la vida tuvimos la oportunidad de escalar una montaña? Para los hermanitos de Gschaid, Konrad y Sanna, esta es la vida cotidiana.

A casa de los abuelos se llega atravesando el valle hacia el sur, cruzando la pradera, hasta llegar al bosque del collado. De ahí, se sube al cerro de a poco, y antes del mediodía se llega a las praderas abiertas que descienden al valle de Millsdorf. Cada elemento de la naturaleza no inspira la belleza sublime, resulta más bien un punto de referencia en el camino. Como cada día en los pueblos del valle, parece Navidad, y los hermanitos llevan en paquetes envueltos los regalos de la abuela sin saberlo, que abrirán por la noche junto al arbolito. No pueden volver tarde porque en invierno los días son más cortos.

En ningún momento se anuncia el terrible peligro que corren Konrad y Sanna al caminar tranquilamente por el bosque. No hay un hombre lobo asomando el hocico detrás de unos matorrales; casi no hay, de hecho, más animales que los domésticos. La naturaleza se presenta en toda su magnitud y proporción a través de una descripción exhaustiva y pormenorizada de su forma, hasta el punto en que es posible experimentar cada tallo, cada rama, cada accidente, cada rayo, cada sinuosa nube. El narrador tiene un conocimiento específico de la materia sobre la que escribe. La lupa que pone sobre cada grieta de piedra magnifica los objetos y los vuelve extraños. Konrad y Sanna se desvían del camino, como Caperucita, para contemplar los pastos secos y los pequeños matojos de brezos, pero siempre vuelven al camino y llegan a casa antes del crepúsculo.

Otra nochebuena, en el camino de ida a Millsdorf, encuentran que la columna conmemorativa (no sabemos hasta ese momento que es una estatua en honor a un panadero) está rota y tirada en el suelo. Algo anuncia. ¿Quién la tiró? ¿Sola se habrá caído? La abuela les dice que deben apurarse e irse más rápido que otras veces porque va a hacer frío. El camino de vuelta es en ascenso hasta llegar a la columna conmemorativa. Para colmo, comienzan a caer copos aislados de nieve con una extraordinaria lentitud. Se produce una gran calma en la que parece que el bosque entero hubiera muerto. Konrad y Sanna están contentísimos, locos de alegría, porque van jugando con ramitas en la nieve. Pero en poco tiempo ya no se puede ver los árboles cercanos, y pronto a Konrad le cuesta calcular la hora sin el sol, envuelto en un gris uniforme. La nieve deja de ser un juego rápidamente y se transforma en un obstáculo. Desorientados los hermanitos en la montaña nevada, tragados por un silencio fantasmal, se alcanza el momento más perfecto del relato. La sutil unión entre dos conceptos distintos y superpuestos provoca una tensión insoportable. Por un lado, la belleza extrema del paisaje natural, única, inigualable. Somos testigos de un momento mítico que quedará grabado en la memoria de los personajes y en las historias del pueblo que cuenta la montaña. Hacia el final, aliviados por el rescate, sabemos por boca del abuelo que pasarán cien años hasta que vuelva a suceder una nevada tan extraordinaria. Por otro lado, hay dos chicos perdidos. El laberinto del bosque se magnifica y surgen de imprevisto enemigos impensados. La montaña impone la distancia y la nieve la ceguera.

-Si por lo menos fuera capaz de divisar algo -prosiguió- por lo que pudiera guiarme.

Konrad pierde su sentido más agudo en medio de una situación delicada. La inocencia característica de la edad es una ventaja. No pierde el control ni se entrega a la desesperación. Una mala pisada, un tobillo que se dobla, un alto en el camino podrían ser mortales. Blanco acá y allá, niebla brillante. Como si fuera una hermosa princesa que esconde un terrible secreto, la nieve hace doler los ojos a Sanna. Konrad le recomienda que no mire la nieve sino las nubes. En su increíble hermosura la nieve produce dolor. Es blanca, pura, sorprendente y fría. Si se la toca por mucho tiempo quema. Este doble carácter de la nieve, paradójico, puede extenderse a la montaña, al bosque entero, a ciertos libros.

Konrad y Sanna deambulan sin destino. Cuando finalmente creen encontrar una grieta para salir al otro lado, se chocan con otro bloque gigantesco de hielo. Están en el glaciar, la punta de la montaña. Entran en escena los colores, el personaje que Stifter guarda para el momento en que la tensión amenaza con romperse a cada frase. Desde el pico de la montaña, en la visión surrealista de mirar el blanco en cada cosa, un blanco angustiante que produce dolor, los colores proporcionan una guía natural en la expedición desgraciada. Cuando viaja a Sierra de la Ventana, Arlt ve por primera vez una emoción de montaña violeta, y azul, y rojiza, en el atardecer. El azul le sirve a Konrad para distinguir tipos de hielos, y el verde para discriminar al prado del bosque. Sabe que debe guiarse según el azul. Pero no cualquier azul, porque internarse en una cueva demasiado azul, más azul que ninguna otra cosa, de un azul mucho más profundo y hermoso que el firmamento, como vidrio colorado en un tono azul celeste a través del cual se filtra un luminoso resplandor, puede ser tan dañino y terrible como mirar la nieve. Finalmente, hasta pasar la tormenta, encuentran una casita de hielo donde no penetra la nieve. Entonces se produce un fenómeno único: ven nieve cuyas diminutas partículas comienzan de vez en cuando a lanzar extraños destellos en la oscuridad, como si hubieran absorbido la la luz durante el día y ahora la libraran. Así como la nieve y el bosque, los colores acompañan a los chicos en la noche. La madrugada pone a prueba la resistencia. Konrad sabe que no pueden dormirse:

-Sanna, no puedes dormirte, pues, ¿sabes?, padre dijo que si uno se duerme en las montañas se congela, igual que el cazador Eschenjäger: se durmió y estuvo muerto cuatro meses sobre una piedra sin que nadie supiera dónde estaba.

Las fuerzas del espíritu humano se miden a las fuerzas del espíritu de la naturaleza. Si la nieve los vence, en una noche excepcionalmente fría, acechados por el silencio ciego de la blancura que lo cubre todo, los espera la muerte. Cuando uno es chico, tan chico como para representarse en cada situación u objeto, un juego, no sabe lo que es la muerte. Acostado en la cama cucheta de abajo, en el silencio del lavadero que mis papás convirtieron en pieza (Milton todavía no había nacido o era muy bebé), me acuerdo del momento exacto en que tomé conciencia de la muerte (¿a raíz de qué? ¿Qué habrá disparado aquel pensamiento en la mente de un niño de cinco o seis años?). Llorando sin consuelo, mis visiones del futuro después de esta vida aparecían como un color: negro, un manto negro y silencioso donde no pasaba nada, como cuando se cierran los ojos y se observa lo que hay detrás de la conciencia, donde tampoco había nadie. Una negritud infinita, vacía de tiempo.

La inocencia de los hermanitos vuelve la tragedia doblemente trágica. Dos pobres niños perdidos en la cima congelada de una montaña; dos niños que no tienen las herramientas ni las capacidades de un adulto, ni mucho menos la experiencia, como para hacerle frente a las inclemencias del clima. El enemigo está ahí adonde se fijen los ojos. Pero también lo llevan dentro. El cansancio puede sumirlos en un letargo indistinguible de realidad mientras los músculos se relajan y sobreviene el sueño, sin que se den cuenta, las imágenes de este mundo y las de la mente se confunden. La abuela, previsora, les había dado una cesta con panes y una fuerte infusión de café que es una verdadera medicina, un sorbito calienta el estómago de tal modo que el cuerpo no puede helarse en los días más fríos de invierno.

La infusión produce un efecto inmediato. Konrad y Sanna no paran de hablar, la niña se da cuenta de que tiene frío, un muy buen indicio de que la sangre circula y el corazón late. Otras nochebuenas nunca habían llegado despiertos hasta esa hora. Las campanadas de la iglesia de Gschaid, en ese momento, empiezan a sonar, y también las de Millsdorf, y las campanas de todas las iglesias de los pueblos vecinos repiquetean en un solo latido, anunciando el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. En la montaña, sin embargo, no se escucha ningún ruido, en esos bloques de hielo congelados no hay nada que anunciar. Allá arriba, solo brillan las estrellas.

La naturaleza en su increíble magnitud despierta en el interior de los niños una energía que es capaz de oponerse al sueño. Así como los colores son útiles para guiarse en el lienzo inmaculado de la naturaleza, como esa nieve que enrojece el sol alrededor de los hermanitos, como ese cielo que se tiñe de amarillo, los sonidos también son importantes para el sentido de la ubicación. El hielo cruje en algún lugar del cristal de roca. Devueltos los colores al cielo del amanecer, la nieve asentada en la tierra como una capa blanca y pesada, Konrad y Sanna se levantan y se lanzan al nuevo día en busca del collado. Después de mucho vagar, con la premisa de no volver al hielo, es la visión de un fuego, que resulta ser una bandera roja a lo lejos, la que los alerta. Acompaña al fuego, al supuesto fuego, un sonido: el largo tono sostenido de un cuerno de pastores, señal de la presencia de la civilización humana.

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