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sábado, abril 27, 2024

¿Qué es lo real?

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Derian Passaglia retoma sus envíos sobre la temática del bosque. Aquí narra la irrupción de un volcán en la ciudad de St.Pierre, Martinica, adentrándose en los misterios de la isla, el papel de los científicos e interrogando el sentido mismo de lo real.

*

Por: Derian Passaglia

Dos o tres historias reales. La primera pasa en la ciudad de St. Pierre, una de los cinco departamentos de la isla Martinica. Para el momento en que pasa esta historia, St. Pierre es una próspera colonia francesa y capital de Martinica. Pronto esta isla perdida será comparada con Pompeya. Los hechos transcurren en el año 1902. La protagonista de la historia es una niña, Havivra Da Ifrile, de la que se conoce nada más que un hecho de su vida, que será explicado en breve. Havivra Da Ifrile. Me quiero quedar con su nombre porque es lindo de pronunciar y es lo único que queda de ella en alguna página de Wikipedia, notas periodísticas o videos de youtubers. Havivra Da Ifrile, una de los tres sobrevivientes de uno de los mayores desastres volcánicos del siglo pasado, que dejó entre veinte mil y treinta mil muertos. En Google su nombre convoca hombres y mujeres de mirada sufrida, entre palmeras, canastos de mimbre y plantaciones. Los hombres están en cuero, la mirada vacía y desafiante, una víbora se enrosca alrededor de un palo que alguien sostiene sobre el hombro. Las mujeres tienen sombreros hechos de frutas: bananas, piñas, uvas, como en un musical de los años cincuenta dirigido por Vincent Minelli, o personajes salidos de una novela de Manuel Puig. ¿Serán esclavos? ¿Tendrán derecho a comer esa fruta o solo la cultivan y transportan? Su nombre convoca caballeros y damas también, de saco, corbata y zapatos los hombres; largos vestidos, collares de perlas y abanicos las mujeres. Esta gente es de otra clase. Sentado en un banco de madera con los pies cruzados, un codo apoyado sobre el pasamano, los nudillos de la otra mano sobre el cachete, como si estuviera contemplando y pensando al mismo tiempo, o el hecho de mirar le despertara recuerdos profundos, un hombre toma el fresco bajo la sombra de la copa enorme de un cactus. Havivra Da Ifrile pertenece a este mundo.

El otro protagonista -le digo así por convención, porque en realidad no habla ni tiene sentimientos- es el monte Pelée, el que provoca la tragedia. Antes de la erupción volcánica del ocho de mayo de 1902 hubo un par de antecedentes en el monte Pelée. La cuarta y última erupción pasó entre 1929 y 1932, cuyos registros son irrelevantes para esta historia. Después de 1902, el destino de Havivra Da Ifrile es una incógnita, como si hubiera tenido existencia solamente ese año, un año donde nació y creció, una expectativa de vida igual que las zarigüeyas que habrá visto escaparse de sus depredadores en el monte, los ojos negros y las orejas tensas, ruminado, buscando el hueco en la tierra que les salve la vida, el año en que todo cambió, en el que vio desaparecer de un soplo su universo, en una ciudad que se derrumbó bajo una nube de aire caliente y polvo.

La primera erupción de la que se tiene registro data del veintidós de enero de 1792. En la memoria de los pobladores los hechos de este día están borrados, son un blanco sobreimpreso en el tiempo, por eso hay que remitirse a los informes del profesor Alfred Lacroix, quien estudia el monte Pelée después del accidente de 1902. En 1795, el Journal des Mines registra el testimonio de un testigo presencial de apellido Dupuguet. Su descripción de la erupción del Pelée menciona un suelo obliterado por numerosas chimeneas, árboles carbonizados, diecinueve zarigüeyas y muchos pájaros que se encontraron muertos. Meses después hubo una segunda explosión, que se conoce por un vecino de nombre Montaval. Proveniente del cráter, Montaval escuchó un sonido similar al del disparo de un cañón. Árboles y helechos y piedras habrían sido regados y cubiertos de azufre, como si estuviera frente a la superficie de tierra de un planeta desconocido en un universo paralelo. Cada grieta, cada accidente en los montes brillaba en su esplendor con una capa de azufre que se esparcía por el cielo y caía en forma de lluvia, polvo mágico que transforma la materia. Thierry D. Lesales, profesor y geógrafo, afirma que el comportamiento de la población, a pesar de la espantosa descripción del documento, demuestra que el fenómeno fue limitado y en absoluto alarmante.

Hay que dar un salto en el tiempo hacia adelante, entre los años 1851 y 1852, para llegar a la segunda erupción importante del monte Pelée. Esta erupción fue la menos destructiva, pero la más devastadora a nivel ideológico, ya que creó una falsa conciencia de seguridad en la comunidad. Me tomo la licencia poética de hablar de falsa conciencia suprimiendo el origen filosófico y social del concepto porque así aparece en el artículo de Wikipedia sobre el monte Pelée, me limito a transcribir como un copista medieval en un oscuro sótano de piedra, y aunque para marxistas y estudiosos de las ciencias humanas pueda parecer un uso equivocado de categorías científicas, me parece lindo: los habitantes de la ciudad de St. Pierre vivían inmersos en una falsa conciencia con respecto al poder omnipresente del monte Pelée. Los trabajadores de las plantaciones tropicales de St. Pierre no tenían nada que perder, salvo las cadenas que los ataban a esa elevación enorme sobre el suelo, a más de 1.300 metros de altura, gigante terrenal dador de vida y de muerte, representante de sus supuestos intereses, el monte que traicionaría a sus hijos y nietos, provocaría la desaparición de la ciudad de un soplido. No es el monte Pelée un burgués explotador de saco, bombín y puro humeante en la mano, que esconde los medios de producción en el interior de su cráter hirviente, pero la falsa conciencia sobrevuela el aire tibio de St. Pierre cuando la mano de obra barata levanta la cabeza extenuada, rendida, y mira el monte buscando desesperadamente un respiro.

El evento fue lo que se denomina un episodio freático menor -una columna de agua caliente y vapor de aire que sale de fuentes termales- que no causó ningún tipo de daños materiales. Pobladores y gobernantes permanecieron pasivos e indiferentes a los acontecimientos que pasaban allá arriba. Según un informe oficial encargado por las autoridades, el monte Pelée no era considerado un peligro para los ciudadanos de la región septentrional de la isla, con lo cual se puede inferir un rasgo de la clase dirigente, que realiza acciones sobre la base de creencias y saberes de una determinada comunidad. Si el pueblo de St. Pierre se hubiera sentido amenazado por esta segunda erupción volcánica en la historia del monte Pelée, ¿qué medidas habría tomado el poder político? Para averiguarlo, faltan exactamente cincuenta años para llegar a 1902.

El cinco de agosto de 1851 la ciudad de St. Pierre dormía plácidamente. El viento isleño sacudía las hojas de los árboles provocando entre las ramas ese sonido que se hace con los dientes y la lengua cuando alguien quiere hacerle cosquillas a otro en las axilas, en la panza, en la planta de los pies. Un rumor distante de las olas del mar se colaba por las ventanas. A las once, un ruido lejano fue confundido con el de un trueno. La claridad del cielo no era total, más allá la niebla perpetua que rodeaba al monte. El sonido se prolongó, seguía y seguía, un trueno que se ramificó en otros truenos, que alejó la idea de lluvia y trajo otra, extraña, inusual, contraria al sentido común, de que la tierra es un elemento vivo que truena, como el aire entre las nubes en el cielo. La preocupación y la incertidumbre desveló a la gente.

Un comité científico reunido por el gobierno de la isla organizó una expedición destinada a estudiar el centro de la erupción. En el informe que redactaron los especialistas se habla de un suelo que se hunde bajo los pies, una capa de lodo que se ve espesando a medida que se sube a la montaña, caminos que se entrechocan y humo que sale de cañones en medio de una vegetación arrancada del suelo que habitaba desde tiempos inmemoriales. Los científicos recurren a metáforas religiosas y de la mitología griega en el afán de rigor académico por explicar lo que ven. Las flores, las hojas y los árboles fueron envueltos en un sudario gris, como el vacío del invierno. La nieve que cubre el cielo es negra, y un silencio tenebroso, un cielo oscurecido por los vapores, una atmósfera llena del fuerte olor a ácido sulfúrico, convertían la escena en un verdadero Tártaro.

La descripción no se pretende literaria, pero alcanza altos niveles de imaginación en la capacidad expresiva. Parece uno de mis sueños recurrentes con tsunamis donde el protagonista, en vez de la tierra, es el agua. En los tsunamis de mis sueños hay ascensores que bajan y suben a las profundidades, hay olas enormes, gigantes, imposibles de describir si no es ahogándose, nada permanece quieto, se arrastran autos, peines, sillones, cartas, animales, conocidos y desconocidos, amigos y familiares, escenarios cambian vertiginosamente, sin explicación, de ciudad en ciudad, de esquina en esquina, las olas se surfean con chapas, bibliotecas inclinadas, cochecitos para bebés, no hay una dirección determinada, las olas pueden golpear de frente, pueden emerger del piso y hasta aparecer por derecha o por izquierda, nunca hay escapatoria aunque siempre se busque la forma de escapar del agua, como una burbuja que busca la superficie, sube y sube, interminablemente, y hay agitación, agitación sobre todo.

Diez años atrás tuve un proyecto inconcluso. Sobrevive una sola página titulada provisoriamente Olas de mar avanzando, fechado en 2013, y en el que intentaba describir las imágenes de videos de Youtube sobre tsunamis. El parrafito que me niego a corregir puede funcionar como contraste del informe oficial que elaboró el comité científico. La inspiración provenía de los sueños:

<<Olas de mar avanzando sobre campo abierto, superponiéndose a los sonidos de una lengua extraña. Voces y gritos. Sorpresa. No hay nadie, salvo el mar que se adueña de la costa. Se ven voces, si asiste la retórica, voces más fuertes que el murmullo de la marea. Campesinos miran desde una elevación del terreno el agua que cubre la superficie amarillenta de la tierra. Lo que antes era llanura se transforma en espuma brava y ligera que amontona desechos. Lo que dicen esos campesinos en medio del desastre está más allá del lenguaje. El agua comienza a ganar cuerpo en el médano, el espacio donde estar parado se vuelve cada vez más estrecho.>>

¿Reconocieron los científicos lo real de sus visiones o el paisaje se les presentaba como un sueño del que eran conscientes que no podrían despertar? Siempre quise escribir sobre mis pesadillas con tsunamis, pero nunca logré capturar esa atmósfera onírica, pesada, ilusoria, fantasmal, que crearon los científicos en el ascenso al infierno del monte Pelée. La pregunta que me deja dando vueltas no es cómo lograron sobrevivir para contarlo, porque sería una pregunta sobre el origen de la anécdota, que no me interesa. Frente a los pisos movedizos, la nieve negra, el aire gris irrespirable de humo como si un ángel malo se hubiera apoderado del alma del cráter, la pregunta que se desprende del informe se puede formular directamente: ¿qué es lo real? Las conclusiones del informe son falsas y subestiman la historia. “El episodio -dice- no es más que otra curiosidad a ser agregada al catálogo de la historia natural de Martinica”. Inmediatamente habla de turistas y barcos cargados de viajeros, y del decorativo pintoresquismo del viejo y querido monte Pelée. Los científicos ignoraron que desde los tiempos de Colón los indios caribes llamaban al Pelée montaña de fuego.

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