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viernes, marzo 29, 2024

La esperanza de la muerte

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Derian Passaglia sigue explorando aspectos fundamentales de la obra de Kafka: la dimensión onírica del mundo, la naturaleza, la muerte y el lugar del narrador en su literatura.

*

Por: Derian Passaglia

En el cuento de Kafka, el narrador sigue su paseo con sueño. Hay una inversión radical con respecto al romanticismo: él no se identifica con el paisaje, el paisaje se identifica con él. El camino está cansado, y comienza a escurrirse bajo sus pies y a desaparecer. Tiene tanto sueño que se sube a un árbol y duerme en una rama, al lado de una ardilla. Se deja vencer por la inconsciencia del sueño, y a pesar de que no sueña, su sueño no está exento de un leve y permanente desasosiego. El carácter de sueño que se desprende de las páginas de Kafka, página tras página, se formula como una irrealidad que al mismo tiempo tiene una lógica maquinal. No se trata de una pequeña hendidura, una brecha que se abre en la realidad, lo extraño que penetra en lo cotidiano, como se planeta en la literatura fantástica más convencional, sino de un mundo donde el sueño, lo extraño, lo raro, es la norma desde un principio. El narrador sueña con los ojos abiertos o cerrados; las imágenes que pasan delante suyo, el tiempo, el paisaje, la vida, son la realidad, y el narrador kafkiano parece señalar este hecho párrafo a párrafo, palabra tras palabra. Mientras duerme, el narrador escucha a alguien que habla cerca, pero no escucha las palabras como tales (salvo algunas sueltas como “banco a la orilla del río”, “montaña de nubes”) sino solamente la entonación con que se las pronuncia, como si fueran murmullos lejanos de viejas chusmas, o esas voces que perturban a los personajes en las pelis del género giallo cuando el asesino anda cerca, pero sin la parte de terror. El narrador se alegra de no tener que distinguir cada una de las palabras. La voz lo persigue, y a lo largo de la noche se pone confianzuda. Un efecto Kafka es el de perseguir un detalle insignificante hasta dotarlo de realidad: una voz de la que apenas se entendía la entonación agradable y que en el transcurso de la noche se pone pesada.

De esos detalles está lleno. Son como hilos finos y aparentemente invisibles de los que va tirando todos juntos, o microorganismos vivientes dentro de un organismo superior, que se van comiendo unos a otros, se alimentan con lo que encuentran y lo que encuentran es otro organismo vivo, que se mandan de un bocado, y cuando se quieren dar cuenta ya están entre los dientes de otro organismo, y el otro quiere escapar de otro más grande pero no puede porque no es tan rápido y sabe que su destino está sellado, que va a morir, como estuvo sellado el de ese otro organismo que almorzó. No, no como mamushkas, porque se sabe que al final de todo hay una mamushka más grande que encierra a todas y en los relatos de Kafka no se sabe qué organismo va a comerse a otro. Como pasa con la voz, por ejemplo, y también con las nubes, que son tan pesadas que se aplastan contra el musgo, chocan contra los árboles y se desgarran en sus ramas; algunas caen por un rato al suelo o se dejan apretujar por los árboles, hasta que sopla un viento fuerte que las impulsa más adelante. La mayoría lleva piñas de pino, ramas rotas, chimeneas, animales del bosque muertos, paños de banderas, gallos de veletas y otras cosas irreconocibles que se habían traído colgando desde lejos.

Los objetos cambian de significado incluso en la misma oración. Estas nubes que cuelgan de los árboles riegan la escena de un dramatismo trágico. Pronto este dramatismo se vuelve gracioso, se descubre que las nubes tienen la fuerza de un tornado que arrasa con todo a su paso. Lo que cambia de significado es el concepto mismo de naturaleza, en la que las nubes no tienen más agencia en nuestra realidad, la realidad de todos los días, que provocar la lluvia, formar figuras en lo alto y pasar lentas por el cielo los días de sol. La gran invención de Kafka quizá sea la de cambiar el significado que portaba un determinado signo.

Las nubes se vuelven amenazantes para el narrador que todavía está medio dormido. Por primera vez en el relato el narrador anuncia que se pone a reflexionar en cómo llegó a una región de caminos desconocidos. Para un narrador kafkiano el hecho mismo de reflexionar, más que todo lo que pasa alrededor, es lo extraño, ya que en general se trata de personajes que se ven arrastrados por las circunstancias en las telarañas de las palabras. Son narradores inocentes, a pesar de que asesinen a otro, porque desconocen el mecanismo consciente por el cual realizan determinada acción. ¿Qué pretende usted de mí? parecen decir como la Coca Sarli los narradores kafkianos al mundo que habitan, una inocencia simulada por Kafka de la que se desprende la idea de que no son ellos, los narradores o personajes principales, los que están mal, son los otros, es el mundo el que está patas para arriba. La reflexión del narrador no es para nada inocente: establece una comparación entre su situación y los sueños, le parece que hubiera llegado a ese lugar perdido en sueños y solo al despertar se hubiese hecho cargo de lo tremendo de su situación. Hay un nivel metaliterario que desbarata la supuesta inocencia, como si Kafka asomara la cabeza en la esquina del relato de nuevo para gritar “Kafka xD” y volver a esconder todavía riéndose de su propia ocurrencia. El relato transcurre como si alguien se hubiera perdido en sueños y se despertara en medio del bosque sin saber cómo llegó, conducido por un sonambulismo salvaje. Se da cuenta de que está en el bosque por gusto.

-Tu vida era monótona -se dice a sí mismo el narrador en voz alta, como explicándose su situación al mismo tiempo que se la explica al que lee sin saber que solo lo sabe Kafka-, era verdaderamente necesario que fueras arrastrado a otros lugares. Puedes estar contento. Aquí se está bien. Brilla el sol.

Entonces, como por arte de magia, en el bosque brilla el sol. Fuera de la ciudad, de la alienación moderna, de la vida industrializada, seriada, capitalista, social, el bosque vuelve a ser el destino de la aventura como en los viejos relatos, el espacio que rompe con la rutina, motivo del cuento clásico. La diferencia que establece Kafka con la tradición de relatos sobre el bosque es que el bosque no es maravilloso en sí mismo, el que esconde las palabras mágicas del secreto del universo, sino sola y únicamente porque esa maravilla y ese secreto y esa fantasía la está creando el narrador, la conciencia sobre el hecho mismo de estar escribiendo.

-Sí, era monótono; te mereces esta diversión -se sigue diciendo el narrador, perdido en sus pensamientos- pero tampoco era arriesgado.

No hay miedo a perderse en la inmensidad oscura, a veces violenta y a veces tenebrosa del bosque, por una sencilla razón: el narrador sabe que si se pierde, se desvía o no encuentra el camino puede crear algún otro que lo lleve de vuelta a la ciudad o donde quiera. Entonces en el cuento vuelve un rastro humano, como lo fue la voz, en este caso alguien que suspira espantosamente cerca. Lo humano no se describe del todo, es un fragmento, una metonimia: un suspiro, una voz. Como pasa con la voz, esta presencia humana velada parece perturbar al narrador, que quiere bajar inmediatamente del árbol, pero la rama tiembla, el narrador no hace equilibrio y cae a plomo de lo alto, una especie de gag que recuerda a las pelis mudas de Chaplín, Curly de Los tres chiflados resbalando por un piso de madera lleno de brea, a Moe con el ceño fruncido y el corte taza y los restos de una torta en la cara, Larry tironeado de esos pelos locos por Moe, Curly dando vueltas en círculos hasta caer redondo en una fuente de agua… El narrador apenas si se golpea, y no experimenta dolor alguno, porque como en un gag lo importante no es el dolor que siente el personaje al que golpean en la cabeza con un bate, como pasa también en los dibujitos de la Warner (si se lo piensa bien una acción tan violenta podría dejar secuelas neurológicas importantes), sino el movimiento inesperado, el hecho mismo del golpe, es un curso bajo y efectivo que apunta directo a la imagen y a la acción. Entonces se da cuenta, como si el gag le activara una zona dormida del cerebro, que todo movimiento y todo pensamiento sería forzado (si irrumpe el pensamiento, el gag deja de tener efecto), y que lo más natural es estar tendido sobre el pasto, los brazos apretados contra el cuerpo y escondida la cara.

En esa posición relajada, el narrador escucha llorar a alguien, y otra vez, a la voz y a los suspiros, se les suma otro elemento humano, que se van acumulando, dispersos pero seguros. Estos rastros humanos van siempre asociados a sentimientos negativos del narrador y provocan, por eso mismo, que el relato se tense. ¿Por qué insiste lo humano en perturbar la paz del bosque? Llantos, suspiros y voces. ¿Qué quieren, por qué acechan, qué cuerpos desesperados producen esos ruidos? El narrador empieza a convulsionar en un miedo rabioso, y rueda por la cuesta hasta el polvo del camino. A estos rastros humanos los llama seres humanos fantasmales.

El narrador corre, se aleja de las voces y los suspiros y el llanto; mientras corre pierde el dominio sobre sí y su atención se fija en el paisaje: ve prados que se continúan en matorrales, prolijas hileras de frutales que llegan hasta las verdes colinas. Esto es hermoso la verdad, una visión hermosa, pero al narrador no le interesa lo hermoso y piensa que ahí puede llegar a sentirse bien en ese lugar solitario. La posibilidad de la soledad y la quietud lo motivan, pero mucho más todavía la falta de vida del mundo natural que lo rodea. No hay heroísmos en el paisaje, no hay sentimientos bellos que surgen de la contemplación de la inmensidad, no hay reconocimiento de la esencia humana en el bosque. Si de algo está seguro, es que algún día estará muerto como la tierra que pisa, enterrado y confundido entre las hojas secas. Esto el narrador no lo dice, ni tampoco dice que lo piensa, pero es obvio que lo piensa, o lo piensa Kafka. La naturaleza no abre la posibilidad de la vida, es la esperanza de la muerte, el único espejo que le puede devolver a un espíritu que se aleja progresivamente de lo humano y se acerca cada vez más a la máquina.

Faltan cuatro párrafos para el final y se produce un cambio en el cielo que tiene un color desacostumbradamente feliz. Por primera vez en el paseo por el bosque se atribuye al cielo una cualidad humana positiva. El narrador se impresiona, y sin dejar de escuchar sollozos a lo lejos y débilmente, en oraciones cortas y yuxtapuestas, describe un paisaje agitado lleno de viento, hojas secas que se alzan en remolino, frutas aún no maduras que caen alocadamente de los árboles frutales, espantosas nubes que asoman detrás de una montaña, ondas del río que crepitan y retroceden ante el viento. Si este es el cielo feliz de Kafka, no me quiero imaginar el triste, o el terriblemente desconsolado.

En el universo kafkiano no dura mucho la felicidad. El narrador se levanta rápidamente, le duele el corazón porque le parece imposible librarse de sus padecimientos y se propone abandonar la reflexión y volver a su anterior forma de vida. ¿A qué padecimientos se refiere? ¿De qué habla? Más bien parece perdido en sus propios pensamientos. De repente, se le ocurre una idea que expresa en voz alta, que no tiene relación aparente con lo que se venía contando y que puede funcionar a manera de moraleja de una fábula que no existe, y que hace pensar en la tradición, esa tradición con que el narrador ya no tiene nada que ver, porque no hay nada en ese bosque que crea salvo soledad, viento agitado, nubes locas y vacío:

-¡Qué notable resulta que en nuestra época hasta personas distinguidas tengan que verse en esta difícil situación con respecto a un río! Para esto no hay otra explicación sino que es una costumbre muy antigua.

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