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miércoles, abril 24, 2024

La secta saeriana

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Derian Passaglia narra su experiencia como lector de Juan José Saer, realizando duras críticas a los epígonos, fans y comentaristas del escritor argentino.

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Por: Derian Passaglia

Antes que nada, spoiler: en esta reseña voy a hablar bastante de mí, poco del libro y de manera general sobre su autor, como se estila en ciertos portales culturales.

Sarlo dice que Saer es el mejor escritor de la segunda mitad del siglo xx en Argentina, después de Borges. Me parece una atribución exagerada, pero la entiendo: los saereanos son una secta peligrosa. Los hay a montones y de distintos signos. Algunos cultivan la frase poética, otros el recurso teórico de la negatividad, otros la técnica de construir una “zona”, pero la mayoría se inclina por el aburrimiento. Con Saer pasa lo mismo que con Perón, lo mismo que con Los redonditos de ricota, lo mismo que con Rosario Central: el problema no es la obra sino las interpretaciones que se hicieron de ella.

Yo no soy un gran lector de Saer. Pero no puedo negar -leí algunos cuentos, Cicatrices, Nadie nada nunca– que es un caso en mi vida. Todavía tengo el recuerdo vivo de su lectura como un momento importante de mi formación hacia el fin de mi adolescencia y en mis primeros veinte. De Cicatrices no recuerdo el argumento ni los personajes, ni detalles de la trama. Pero sé exactamente dónde estaba, cómo estaba, qué me pasó después de cerrar la tapa del libro en la última página: tirado en la cama y sin aliento, mirando el techo, pensaba en cómo se podía escribir así. No voy a negar que su influjo fue duradero durante un tiempo, y que terminé escribiendo una novelita con los mismos vicios saerianos que sus exégetas, estirando la frase como plastilina, dándole duro a las comas como Rocky a los golpes de bolsa, buscando ese clima opresivo que ahoga a los personajes. Vulgata saeriana.

Durante muchos años, antes de que cante el gallo y más de tres veces, negué a Saer. Era mucho más que desprecio o enojo. Directamente lo ignoré, como si no hubiera existido nunca un escritor santafesino que me voló la cabeza en mis primeros tanteos con la literatura. Ahora sé que el problema no fue él sino sus seguidores. La literatura de Saer es tan potente que puede llegar a volverte un adicto irrecuperable, y de ahí esas afirmaciones exageradas de intelectuales como Sarlo que lo llevan al centro del canon nacional. Yo tiro la idea, y si pasa, pasa: falta una buena lectura de Saer. Falta un lector/escritor que elabore su tradición y empaquete su legado literario sin que transforme las palabras que use en un gran embole.

Me reencuentro con Saer después de una década con El entenado, una novela muy buena a la que le sobran cien páginas, la mitad del libro. La empecé porque la contratapa prometía indios y los indios me encantan. Quizá sea yo el problema: mi problema es con su forma de concebir la descripción. En Saer, la descripción detiene el tiempo, lo ralentiza, lo vuelve snob, como si a la vuelta de cada frase estuviera jactándose de cómo escribe. «Mirá lo que sé hacer, mirá qué virtuoso que soy, qué técnica impecable» es el único significado que se desprende del uso de la descripción. Claro, él quiere imitarlo a Proust, donde la frase plástica, las comas, tienen un sentido más allá del virtuosismo personal y se integran al mundo de la interioridad del narrador y el sujeto de una manera que en Saer parece torpe, resentida, no mucho más que autóctona: cambia la magdalena por galletitas. «Otros, ellos, antes, podían. Mojaban, despacio, en la cocina, en el atardecer, en invierno, la galletita…» etc etc etc. Así empieza su cuento La mayor, en clara alusión a Proust. Pero lo que en Proust es la invención de una técnica narrativa, en Saer es solo irritable.

Describir el mundo de unos indios no es tan interesante como verlos comer asado y haciendo orgías como en las primeras páginas, donde la narración había adquirido una fuerza única. A pesar de que no concuerdo con mucho de sus postulados estéticos, y de hecho puede que sostenga los opuestos, a mis treinta y dos vengo a confirmarle a mi yo de veinte que Saer tiene todo lo que tienen los grandes escritores: un sistema y un método, un plan de obra, un estilo. Su creación principal es la de un lenguaje propio que recrea un mundo y remite a un universo personal plagado de ríos, siestas, asados, tardes incandescentes, comas, la palabra “inenarrable”, la descripción como técnica narrativa principal, la repetición de siempre lo mismo en un lugar que nunca cambia, influencias claras y reconocibles. De ahí a que sea el mejor escritor desde Borges, hay un Aira de por medio. Si algo le faltó a Saer fue la creación de una figura de escritor, un mito. En una entrevista que circula por Youtube dice que quiere tener un lugar en la literatura argentina. Un poco me dio ternura una ambición tan chiquita. César Aira dio la mejor definición sobre Saer: una literatura que no tiene riesgos. Empaquetada, cerrada, lista para su consumo y clausura teórica y literaria.

De todas formas, creo que Saer puede diferenciarse de cualquier otro escritor argentino en parte por el uso de lo que llama “lo real”, un referente que tiene bastante plasticidad con respecto al significado que le otorga, y que todavía no me queda claro qué dice cuando dice “lo real”, pero la cosa va por ahí porque lo desarrolla a lo largo de toda su obra. El realismo es la obsesión de los escritores del siglo pasado. Soltar.

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