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jueves, marzo 28, 2024

Contra el estilo

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Siguiendo el programa estético del poeta argentino Daniel Durand, Derian Passaglia reflexiona críticamente sobre la noción de estilo en la literatura.

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Por: Derian Passaglia

 La literatura del siglo XX está obsesionada con el autor. El proverbio lamborghiniano de “publicar, después escribir”, en su ambigüedad perfecta, condensa esta dinámica estructural del arte del pasado. Aira le da una vuelta al asunto. Para él, es necesario publicar antes que escribir, porque la publicación representa la actividad principal del escritor, todo esto dicho con una ironía prepotente -un poco cierta, un poco en broma- que pone en práctica una de las profecías de Osvaldo Lamborghini. La escritura no es más que un efecto “secundario” de la publicación, en tanto que lo que importa no es escribir, sino la creación de un procedimiento que permitiría la escritura del libro, cualquiera de los libros publicados por un autor. Antes que un título determinado, una obra maestra de tal o cual época o género, inscripta en un lugar o tiempo específico, tomar conciencia de la invención de un procedimiento le permite al escritor pensarse por fuera del tiempo, como perteneciente a un único mundo, a un único registro y género, donde pasan todas las cosas: la Literatura misma.

Es imposible disociar la escritura de la idea de intemporalidad. Desde el momento en que la palabra se fija a una hoja, a la página de un libro, ya no podrá ser borrada; esto también podría ejemplificarse con el método Aira, en la huída hacia adelante. La escritura sobrevive al propio autor, que con el tiempo puede volverse otra escritura -si se transforma, no muere-, que puede vivir como marca estilística, como referencia o memoria en otros autores, en otros lectores, en otras sensibilidades de épocas. La intemporalidad es el resultado de la reflexión sobre la naturaleza del tiempo, y en estos dos escritores se transforma en un procedimiento de escritura: la repetición, para Borges, donde el pasado, el presente y el futuro confluyen en el hombre; la autoconciencia de ese mismo mecanismo en Aira.

En un autor queda siempre una marca que es reconocible a través del tiempo, que puede quebrar la cronología y los contextos sociales, económicos o políticos porque un adjetivo, la cadencia con la que se encadenan las frases, una actitud, una forma de empezar o terminar los textos, en definitiva, un elemento cualquiera puede ser reconocible y vinculado con determinado nombre. Es lo que podríamos llamar momentáneamente “estilo”, la marca por la que un autor es considerado como tal. Pero esa marca no siempre es visible, y muchas veces puede funcionar como un espíritu que alimenta la obra de escritores nuevos. Las novelas de Kafka -parafraseo mal y de memoria a Piglia- se apropian de un procedimiento que estructura el Quijote: la serie, la repetición de los mismos elementos capítulo tras capítulo.

Visible o invisible, Daniel Durand construye la idea de un autor que no tiene en cuenta el concepto de estilo, al que asocia con la reproducción de mercancías. “No al estilo único, del autor que lo cultiva y lo cuida, una vez alcanzado, como su quinta”, deja en claro su programa estético. Durand podría ubicarse así en el reverso exacto de escritores como Borges o Aira, para quienes la repetición es fundamental en el proceso creativo. Pero hay una cuestión central, que más que establecer diferencias, permite unir con un hilo demasiado fino estos tres modos de pensar la literatura: ninguno de los tres tiene en cuenta el estilo a la hora de reflexionar sobre la propia escritura, y el enfático rechazo de Durand no hace más que extremar una posición que lleva a la praxis poética como consumación de sus ideas.

Al rehuir del estilo, Durand termina armando un rompecabezas de diferentes formas literarias que cambian de libro a libro, de poema a poema, a veces, y que lo convierten por la negativa en un autor. En esta comparación que Durand le adjudica al estilo como una “quinta”, se puede pensar, transmutando la comparación en metáfora, que el estilo sería para la sociedad capitalista un elemento económico, que sirve como capital cultural de intercambio de bienes y servicios. El estilo no construye al autor, en la cosmovisión de Durand, sino la negación radical a ser reconocido por el uso de determinados adjetivos, determinadas inflexiones orales, el caudal siempre escueto de temas, o lo que sería la negación última de un autor que ve en la literatura una forma de aproximarse a la eternidad: la invención de un procedimiento literario.

La negación del estilo lleva a pensar el “estilo” de Daniel Durand de una forma diferente al de los autores clásicos, incluso a contemporáneos de su propia generación. Siempre que se habla de la “poesía de los noventa”, se lo hace desde un lugar colectivo, como si la totalidad de los objetos literarios producidos en determinado tiempo y espacio fueran absolutamente indisociables de determinadas características estéticas. Es una ilusión, pero más que nada un esfuerzo de los propios poetas de una época por inscribirse dentro de la tradición poética nacional.

En “El habla como materia prima”, Martín Gambarotta dice que en los noventa se habilitó un nuevo espacio en el que encontró “la voz de una tribu”. Casi como una vanguardia que se propusiera como una comunidad restringida de circulación de modos y usos donde importaba menos el nombre propio que el programa estético que se proponían desarrollar y el corte producido con todo el arte anterior, Gambarotta salta el momento en que debe pensarse como un individuo y se ubica en la estela colectiva de un arte de movimiento. Los mayores esfuerzos literarios de Durand, por el contrario, están puestos en separarse de toda idea de identificación con una estética en particular.

La negación del estilo desemboca en la posibilidad de ubicar a Daniel Durand por fuera de la “poesía de los noventa”. Libres de cualquiera de las limitaciones coyunturales de la época; libres de los parámetros bajo los cuales fue analizada la estética de este movimiento de fines de siglo, la poesía de Durand se aproxima a la intemporalidad por medio de la negación, que es múltiple y puede leerse en diversas variables como en las referencias a la tradición, convocadas siempre para ser impugnadas, como analiza muy bien Yuczuzck en su tesis sobre la poesía de ese período.

Pero lejos también de cualquier periodización, esta poética encuentra su marca autoral en el concepto de autenticidad. Entendida como se la juzga hoy en día, la autenticidad vendría a ser el rasgo por el cual se reconoce a un sujeto único, con sus particularidades, con sus contradicciones, como la expresión real del espíritu de un ser humano. El ser auténtico se presenta como aquel que dice la verdad, que no miente. Aira habla de la autenticidad como una de las principales exigencias que se le pide al escritor. El ser auténtico incluye en su discurso lo que conoce y lo que es, y al producir su escritura, produce una Verdad: aquello que nombra puede verificarse, tiene una realidad que excede a la literatura propiamente dicha, porque se trata de lo real de un sujeto que no construye un artificio, sino que expresa las cosas tal cual son.

La autenticidad en Daniel Durand no se articula en base a esta presunción de verdad, que resulta ingenua en última instancia. Si hubiera algún tipo de ingenuidad en su literatura, no estaría tanto en la idea original que propone de autenticidad, sino en pensarse por fuera de todo sistema. Ni en el de los poetas de los noventa, objetivistas, neo-barrocos o modernistas: no hay tradición en la que Daniel Durand se sienta cómodo para ubicarse, ningún estilo se adapta a su manera de concebir la literatura. En este punto es cuando la noción de autenticidad se une a la de sistema para poner en práctica un “no-sistema” que está dado por la negación de elementos: no hay tradiciones ni estilos, y el poeta erige su voz en la soledad del individuo que lo lleva a escribir que “El poema perfecto no necesita lector”.

Este procedimiento pone la distancia justa entre la palabra y lo auténtico para provocar un efecto de ironía en la lectura. Los materiales no son auténticos, como aquello que se le exige al escritor contemporáneo para certificar sus credenciales; lo auténtico es la forma de escritura, el recurso que permite que la literatura en Daniel Durand cobre realidad. En ausencia de un estilo que no puede unir el nombre propio a una determinada obra, porque la negación es parte del sistema de su yo poético, la autenticidad vendría a suplir ese vacío para construir su marca de autor: escribir como sale, con lo primero que venga a la cabeza, con lo que se es. Los ejemplos abundan a lo largo de El Estado y él se amaron: “a la rima no la pulo”, “aspiro una escritura recta”, “nunca vas a escribir esto que escribes”, “apostá al caos”.

Sostenida sobre dos pilares, tanto en la ironía como en la acumulación de elementos (nombres, autores, versos de escritura automática, repentinos chispazos objetivistas o barrocos), la autenticidad conforma el significado personal de una expresión que se pretende auténtica. Los poemas de “Marquina”, que podrían leerse como consejos de un poeta experimentado a un joven escritor, van en una dirección en la que lo auténtico se sirve de la ironía y la acumulación para crear el efecto de negación del estilo, donde el estilo sería un mandato que todo escritor debe cumplir: “no permitas que nadie te enseñe a escribir, no dejes que nadie te dé indicaciones, no te desalientes, no preguntes, aprendé solo (…) inventá una escritura biográfica, no dejés que la realidad destruya tus papeles, cambiá la realidad para que se parezca a lo que escribís”.

A esta altura, el nombre propio es importante porque arma una red de textos muy distintos entre sí que están unidos por un elemento que tiene, como todo contexto, al poeta Daniel Durand. Si cualquier rasgo de estilo termina por definir una mercancía que se “cultiva” para su intercambio en el mercado de valores literarios, el poeta preferirá escribir “para amontonar poder / en mi apellido: Durand”; un poder que en la palabra pretende ubicarse más allá del tiempo, en contra de todo contexto, ajeno a las estructuras sociales o demandas de época. Este, vale decirlo, no es el camino de llegada de la poesía de Daniel Durand, sino su punto de partida.

Alguna noche escuché decir de boca suya que la poesía es una lengua muerta. Y otra noche, mirando las estrellas: “Dios es extraterrestre”. El profético verso con que abre Segovia parece haberse cumplido, y Segovia, aquel nombre propio que anunciaba el final del arte y de la muerte, vive entre nosotros como un espíritu. A salvo de toda profanación, concluida ya en una totalidad, la poesía necesita renacer en el canto de un poeta extraterrestre que anuncia su final. “Nunca va a haber literatura”, escribió. Hay que inventarla.

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