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sábado, mayo 4, 2024

El medio como imaginería- Segunda Parte

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«El medio es ante todo la imaginación convertida en lo real, la aventura de lo desconocido que se vuelve cotidiana, la sorpresa, la necesidad de sobrevivir alimentándose de raíces…», por Derian Passaglia.

Por: Derian Passaglia

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Al hablar de las Crónicas, muchas veces se pierde de vista la intención que hay detrás,  la dirección y el fin determinado que tienen esos textos, escritos para revelar una verdad a un lector que no conoce ni imagina la realidad de lo que se cuenta. En ocasiones los cronistas se ven en una posición de poder con respecto al Rey, al que debían informar de los hechos acaecidos en el Nuevo Mundo. El instrumento de poder del que se sirven conscientemente es la palabra, el único elemento de persuasión con el que cuentan para obtener dádivas, beneficios, ganancias, en fin, ser considerados por la Corona después de haber servido con fidelidad y haber arriesgado la vida en la conquista.

Partiendo de esa base, la mirada maravillada de la que hablaba García Márquez ya no parece tan inocente, sino construida pacientemente por frailes y soldados que se servían de la palabra para conseguir un efecto determinado en la lectura. El cronista maravillado del Nuevo Mundo usa el medio como una forma para la creación de mitos, imágenes y escenas que forman un universo propio de aquello que se recorta como realidad de lo que tienen delante de sus ojos, mostrando así un Nuevo Mundo hecho sobre intereses particulares y discusiones políticas que quedaron olvidadas en las redes de la historia, pero que sobreviven en la literatura.

Adaptarse a un nuevo medio supone para estos cronistas no contar la realidad de lo que veían, sino lo que imaginaban que veían en un espacio sobre el que podían crear libremente por el hecho de tratarse de un lugar que no había sido narrado antes por nadie, lo que les permitió ensayar con las cosmovisiones mágicas de los pueblos preexistentes a su llegada. El medio es ante todo la imaginación convertida en lo real, la aventura de lo desconocido que se vuelve cotidiana, la sorpresa, la necesidad de sobrevivir alimentándose de raíces, escuchando idiomas desconocidos, comunicándose por inequívocos y señas, con la finalidad de hacer del indio un igual, y en algunos casos, convertir al cronista en un indio, mimetizándose con el medio que narra. La imaginación transmite el mito, lo propaga, lo convierte en una realidad del texto. En uno de los mejores episodios que narra Álvar Núñez Cabeza de Vaca en Naufragios, el narrador tiene la capacidad de resucitar indios:

Los indios me dijeron que yo fuese a curarlos, porque ellos me querían bien y se acordaban que les había curado en las nueces, y por aquello nos habían dado nueces y cueros; y esto había pasado cuando yo vine a juntarme con los cristianos; y así hube de ir con ellos, y fueron conmigo Dorantes y Estebanico, y cuando llegué cerca de los ranchos que ellos tenían, yo vi el enfermo que íbamos a curar que estaba muerto, porque estaba mucha gente al derredor de él llorando y su casa desecha, que es señal que el dueño estaba muerto. Y así, cuando yo llegué hallé el indio los ojos vueltos y sin ningún pulso, y con todas las señales de muerto, según a mí me pareció, y lo mismo dijo Dorantes. Yo le quité una estera que tenía encima, con que estaba cubierto, y lo mejor que pude apliqué a nuestro Señor fuese servido de dar salud a aquél y a todos los otros que de ella tenían necesidad. Y después de santiguado y soplado muchas veces, me trajeron un arco y me lo dieron, y una sera de tunas molidas, y lleváronme a curar a otros muchos que estaban malos de modorra, y me dieron otras dos seras de tunas, las cuales di a nuestros indios, que con nosotros habían venido; y, hecho esto, nos volvimos a nuestro aposento, y nuestros indios, a quien di las tunas, se quedaron allá; y a la noche se volvieron a sus casas, y dijeron que aquel que estaba muerto y yo había curado en presencia de ellos, se había levantado bueno y se había paseado, y comido, y hablado con ellos, y que todos cuantos había curado quedaban sanos y muy alegres.

En menos de una página, y con un gran poder de economía, Cabeza de Vaca crea un narrador que tiene la capacidad de curar y resucitar indios por medio de la invocación divina y con la ayuda de una “sera de tuna” que aplica como ungüento. La escena despliega una fantasía que se apoya en un narrador que dosifica la información, prepara el ambiente y no duda en describir lo que vio (y lo que el mismo Dorantes vio) para generar un mayor efecto de sorpresa hacia el final. La magia es el elemento que funda la materia de la escritura en los cronistas para convertir en mito aquello que se narra, aprovechando las cualidades del medio, para exagerar, inventar e imaginar una realidad nueva, tanto como la tierra que los rodea. Pero no es lo esencial a la forma del relato, que tiene como modelo la aventura y la peripecia de personaje en el transcurso de las acciones. La acumulación de magia, o hechos extraordinarios que se suceden, genera una unidad que podría pensarse como realista, desde el momento en que mantienen una misma lógica. Una escena como la resucitación de un indio lleva a la pregunta sobre el modo en que la imaginación interviene en la realidad de las crónicas, de manera que el medio funcionaría como la forma en que la imaginación estructura un relato. Para decirlo brevemente, Cabeza de Vaca utiliza la realidad (y con realidad hablamos del medio, de aquello de lo que se ve rodeado el cronista: árboles, ríos, indios, animales) como un recurso, un elemento que le sirve a la hora de imaginar las aventuras de un narrador perdido en el Nuevo Mundo, algo parecido a esas leyendas que aparecen en las primeras escenas de una película de terror: “basada en hechos reales”. Otra comparación podría ser con el género del falso documental, donde se presenta un hecho como documento histórico para realzar el efecto de realidad en la ficción. Como documentalistas de la historia, los Cronistas de Indias son de los mejores escritores de ficción sobre un medio que imaginaron antes de conocer.

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Todo este tema del medio me hizo pensar en el escenario de mi infancia, al que vuelvo cada verano, en vacaciones, la larga avenida San Martín, que aunque se extiende más allá del centro, para mí termina en otra avenida, 27 de Febrero, la que cruzo solamente en auto o colectivo. Una madrugada, volviendo a casa de mi mamá, un taxista me confesó que a nadie le importaba lo que pasaba de 27 de Febrero para allá, y con ese “allá” quiso señalar la zona sur de Rosario, el medio en el que nací y crecí y con el que formé parte de mi imaginario.

Quiso señalar la vía que delimita el triángulo que forma el barrio Irigoyen, la bocina del tren que escuchaba de noche, transportando carga, y que no hace muchos años construyeron por fin la estación que lleva y trae gente de Buenos Aires, el viejo empedrado que nos hacía tartamudear cuando queríamos hablar arriba del auto, y que existe únicamente en la memoria desde que levantaron el Casino en la entrada a la ciudad y alisaron los caminos e iluminaron con postes altos las calles. Ahora hay más negocios, puestitos en las esquinas que venden choripanes y sánguches, se puede caminar dos cuadras, sin miedo, gracias a la iluminación, un domingo hasta el quiosco.

Los palos borrachos del boulevard se mantienen gordos e imponentes a lo largo de cuatro o cinco cuadras que recorría cada vez que salía de la escuela, y esa casa enorme y derruida en medio de la avenida está intacta, oscura como entonces, pero este verano, por primera vez, vi gente en el patio: tres o cuatro personas sentados en reposeras alrededor de una mesita; si comían o tomaban algo, la edad o lo que llevaban puesto, si eran hombres o mujeres, no lo sé: pasamos rápido en la moto con mi hermano. Enfrente de esa casa está el loquero, una manzana de árboles altísimos y paredes de alambre de red cubierta íntegramente por una tupida enredadera que no deja ver el interior, y que por eso mismo lleva a imaginar a pacientes viejos y despeinados, en sillas de rueda, mirando un cielo azul tapado por las hojas. Fue precisamente inspirado por esas enredaderas que escribí uno de mis primeros cuentos en la adolescencia, cuando volvía de clases particulares de matemática a casa y sentí que detrás de esas paredes había algo que se podía contar, un silencio que estimulaba las palabras.

Arijón, quiso señalar, inexpresiva hasta que muere más allá de Francia, al oeste; oscura, discreta y vacía hacia el este, con sus largos portones de no sé sabe qué depósito. El supermercado La Sandro en Uriburu y San Martín, sobre el que hace poco pensé una cuestión fundamental, en la que nunca había pensado, en base a su persistencia en el espacio y el tiempo: ¿qué enigma se esconde en esa discordancia gramatical? Quizá una elipsis (podría ser “La familia Sandro”), quizá una muestra deliberada de lenguaje inclusivo cuando todavía no existían esas discusiones en la sociedad. Justo enfrente de La Sandro se ubica el bar Pago del Sur, que por las noches se transforma en un oscuro bolichito donde pasan cumbia y reguetón.

En la esquina de Garay y San Martín, dos joyitas: la Santa María y Marbet; esquina que tiene su reverso funesto porque fue donde mi abuela sufrió un accidente, y desde entonces en la familia nos cuidamos de mirar dos o tres veces antes de cruzar de la pizzería a la heladería. Los puestitos de camisetas truchas, el Instituto de Inglés, la pileta de Central Córdoba, la casa de César, la vez que volví de la casa de Nico acompañado de un atardecer rosado que caía por detrás de los árboles, la pintura descolorida del Status Center, el salón de fiestas en San Martín y Seguí con olor a frito en las cortinas…

Si llegaran conquistadores de otro mundo, de otro universo, y se encontraran con todo esto, ¿qué noticias llevarían a su rey? ¿Cómo escribirían la realidad, qué detalle imaginarían en sus delirios de novedad, cuál les serviría a sus intereses? ¿En qué lugar, sobre qué esquina empezarían a narrar sus peripecias desgraciadas, qué punto tomarían como referencia y a qué hombre intentarían evangelizar primero? Vista por primera vez a los ojos de cualquiera, su encanto reside en el despojamiento, en los grises que matizan casas, veredas, calles y nubes cargadas de lluvia; en el calor pegajoso, la humedad impregnada en el aire proveniente del río y en esos momentos en que la piedra del cordón no distingue sus colores del cielo.

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